Desde aquí os
pido tranquilidad. La entrada del otro día no tiene nada que ver con el
nacimiento de un heredero de mi imperio de las vivencias, sino que más bien
está relacionada con mi propia historia. Quería publicar algunos datos
contrastados sobre los nacimientos prematuros para soportar científicamente la
historia de mi propio nacimiento antes de que os arrancaseis a escribir
comentarios acusándome de mentirosos. Así pues, os pido por favor que leáis
primero esta entrada y después, ya con
una base teórica sobre la materia, continuéis leyendo. Aquí va mi historia.
Mi madre quedó
embarazada de mí en un día de verano de un año que se calcula restando mi edad
a la cifra dos mil dieciséis. La buena mujer, inconsciente de su estado puesto
que por aquel entonces no existían Facebook ni los ginecólogos, continuó con su
vida loca de trabajar y hacer las labores del hogar. Inconsciente como era de
portar la semilla de la vida, un buen día le dio por hacer una limpieza
general, lo que entre otras cosas incluía quitar el polvo de la enciclopedia
Larousse. El enorme esfuerzo necesario para mover los descomunales tomos de
sabiduría con objeto de su limpieza le provocó a mi buena madre un pequeño
mareo que hizo que perdiera el equilibrio, cayendo al suelo entre libros
enciclopédicos. Uno de esos libros le golpeó la pequeña barriga, hecho que
provocó un aumento de presión en el útero que, tal y como más tarde explicaría
el chamán de la tribu, fue lo que ocasionó mi nacimiento prematuro.
En aquel momento
el periodo de gestación era de seis semanas, por lo que solamente medía noventa
y cinco centímetros y pesaba cuatro quilos al nacer. Me costaba un tanto
respirar, así que lo primero que hice fue abrir las ventanas para ventilar un
poco. Como mi madre estaba todavía inconsciente me vi obligado a buscar
información sobre lo que hacer en uno de los volúmenes de la enciclopedia.
Gracias a la sabiduría acumulada en dichos tomos conseguí cortar el cordón
umbilical, administrarme unas medicinas para evitar problemas circulatorios,
hacerme una tortilla de patatas y reanimar a mi madre.
Os podéis
imaginar el susto que se dio cuando me vio allí con las tijeras que había
utilizado para cortar el cordón umbilical, todavía lleno de sangre y comiendo
un pinchito de tortilla acompañado con una caña bien fresquita.
Una vez se
recompuso y me ofreció la oportunidad de explicarle lo ocurrido nos presentamos
mutuamente, nos dimos un abrazo y acabamos de limpiar el salón juntos.
Más tarde tomé un
taxi para ir al hospital, donde me encerrarían en la UCIN durante siete largos
meses hasta tener las condiciones de un recién nacido con una gestación normal.
Después de aquella larga estancia en cuidados intensivos estaría preparado para
una vida típica de bebé sin mayores complicaciones a parte de mi obsesión por
los volúmenes enciclopédicos, la cual me acompañaría toda la juventud y fue
desapareciendo con la implantación del cederrón (sí, esta palabra está aceptada
por la RAE) como portador de sabiduría universal.