El vestuario, decorado como todo el complejo olímpico al estilo años
ochenta, me transmitió a mi juventud. Por un momento sentí verme a mí mismo
intentando todo tipo de deportes en las divertidas horas de educación física.
Enfundado en mi reluciente nueva ropa de deporte, comprada de ocasión en el
rastro de los domingos y adornado con una cinta roja en la frente que me
otorgaba una imagen de deportista de élite a pesar de mis kilos de más, me miré
al espejo y me hablé a mí mismo tal y como había leído en el libro de
motivación de Ingvar Kamprad que me habían regalado hacía un tiempo:
-
Eres
un máquina – me dije
-
Lo
sé, figura. Tú eres un tío grande – me contesté
-
Sal
ahí fuera y demuestra lo grande que es Zaragoza, digo, Guatemala.
Con el lógico ataque de motivación causado por la conversación anterior
entre dos grandes del deporte mundial salí del vestuario dispuesto a comerme el
mundo. Eran ya las doce menos diez. La oscuridad del túnel que parecía ser el
pasillo de salida acababa repentina en el solazo del mediodía en Albacete. La
zona de los cien metros se presentaba frente a la salida. En cuanto mis pupilas
se acostumbraron a la luz di la vuelta para observar el tremendo ambiente
olímpico. El público ondeaba banderas de dos o tres países, incluso había una
del reino de Albacete. Los aplausos y los gritos formaban un ruido
ensordecedor. Los flashes de la cámara de juguete de un niño que pasaba por ahí
adornaban la estampa como estrellas en el firmamento, que siempre queda bien
escribir esto.
Es muy difícil estimar una cifra de espectadores, pero sin contar a los que
estuvieran viendo el espectáculo desde sus casas asomados al balcón ni al
hombre borracho que se asomó un rato a mirar, diría que habría unas cincuenta
personas incluyendo a los deportistas, los cuales era casi imposible
identificar con exactitud debido a su elevada masa corporal.
Tomé posiciones en mi calle, la número dos, y me dispuse a observar a mis
adversarios por primera vez. A mi izquierda, en la primera calle, la joven
promesa francesa. Era un chaval de unos dieciséis años que aparentaba ser dos
hombres cincuentones. Durante mi fase de preparación había leído sobre sus
tiempos récord en ir del sofá al baño en caso de sufrir un apretón.
A mi derecha, en la calle tres, un negro representaba a España. Me pregunté
por qué me había tocado representar a España siendo que el que representaba a
España no era español. Sí, bien es cierto que una persona de color puede ser
española y que porque sea negro no tiene que haber cruzado el estrecho a nado.
Pero no sé, como que yo tengo más pinta de español y tal. Claro, no dije nada
porque estos temas son peliagudos, nunca sabes si te vas a topar con un radical
de lo políticamente correcto y entonces no sabes lo que decir para que no te
tachen de xenófobo. Aunque en realidad una vez conocí a una chica llamada Xenia
y era tan fea que me daba miedo, lo que me hace xenófobo de todos modos.
No había más participantes. Más tarde escuché que el resto de deportistas
habían decidido no correr tras ver la planta del representante de España, el
cual bien podría haber anunciado calzoncillos al lado de Cristiano Ronaldo.
Había llegado el momento. Se pidió silencio a gritos por los altavoces. El
estadio enmudeció esperando el sonido de salida de la carrera. Con los brazos
al frente, bajé la cabeza y cerré los ojos concentrado en el pistoletazo de
salida.
Esperé concentrado, sintiendo los latidos acelerados de mi corazón y los
músculos de las piernas contraídos dispuestos a la acción. El sudor causado por
la adrenalina se acumulaba en la cinta en mi frente y hacía brillar los
esculturales brazos y piernas que una señora del público se había depilado para
la ocasión.
Seguía esperando encogido con los ojos cerrados concentrado en la explosión
que indicaría la salida. Comenzaba a sentir la carga sobre mis brazos causada
por aguantar esa posición estática.
-
¡Señooooooooor!
Aquel grito me arrancó de cuajo del trance de mi concentración. Abrí los
ojos y vi a mi frente a la atractiva azafata que había conocido horas antes. A
los lados, las calles estaban vacías. Pude ver al francés tumbado unos metros
por delante de mí lastimándose mientras se sujetaba el tobillo con las manos.
El señor afroeuropeo saltaba de alegría a cien metros de distancia y el público
aplaudía eufórico.
-
¿Qué
ha pasado? – pregunté confundido
-
La
carrera ha comenzado hace un rato, señor. ¿Por qué no se ha movido?
-
Pero…
No he escuchado el pistoletazo de salida, la salida de los otros dos
participantes tiene que haber sido ilegal.
-
¿Pistoletazo?
– dijo ella – Aquí la salida la damos con un silbato como toda la vida, en
Albacete no está permitido el uso de armas de fuego para dar la salida en
eventos deportivos ya que suele haber techos y también hay mucho pájaro por
aquí.
-
Pero…
eso se avisa antes, yo estaba esperando un disparo para salir.
-
¿No
se ha leído las reglas de participación que firmó con la inscripción? No me lo
puedo creer.
-
Señorita,
¡ese documento tenía tres páginas! ¿Acaso hay alguien que lea tanto de seguido
hoy en día? – le contesté indignado.
-
Venga,
venga, salga que todavía está la plata en juego – dijo ella mientras se echaba
a un lado y movía los brazos animándome a arrancar.
Con un tiempo de dos minutos y tres segundos logré alzarme con la medalla
de plata para Guatemala, la cual compré después junto con una foto recuerdo de
mi participación. Me prometí a mí mismo entrenar duro durante los próximos
cuatro años para, en mi siguiente participación en los Juegos Olímpicos,
conseguir leer las condiciones del contrato antes de firmarlo.
FIN
FIN
1 comentario:
"una vez conocí a una chica llamada Xenia y era tan fea que me daba miedo, lo que me hace xenófobo de todos modos"
¡Eres un crack! xDD
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