Una parada de paso en mis aventuras estivales era Madrid y allí, en un barrio cuyo nombre me recuerda a mi buena amiga Pamela Anderson, a saber, el barrio de Tetuán, conocí a lo que en un principio me pareció ser un arbusto de esos que se plantan en las calles para que las alegren un poco. Cuando me acerqué descubrí que se trataba de un hombre, si es que se le podía llamar así. Se podría decir que era una especie de hombre-arbusto, supongo.
- Llevo mucho tiempo esperándote -me dijo-.
- Te confundes, extraño desconocido. Sé quién eres y que estás aquí de paso. Por eso no tenemos mucho tiempo.
El arbusto-persona se encontraba sentado al lado derecho de la acera izquierda de una de las avenidas menos bienavenidas del mencionado barrio. Las descripciones nunca fueron lo mío. Tenía un largo bigote rizado en forma de espiral con ayuda de lo que espero fuese gomina y adornaba su cabeza con una vieja gorra de Zumosol. Mientras hablaba conmigo no dejaba de mirar una y otra vez a los lados inquietamente mientras se cobijaba en una gabardina color beige (yo antes a ese color le llamaba marrón, pero cuando aprendí diseño de moda empecé a llamar a los colores por su nombre, qué pasa). Era algo así:

Una vez estábamos otra vez a salvo, el hombre-arbusto me dijo:
- Llevo vigilándote desde hace un tiempo, en concreto dos horas antes de conocernos. Tengo algo muy valioso y ahora estoy seguro de que eres la persona adecuada para recibirlo.
Sacó de debajo de su gorra una hoja de papel y la dejó sospechosamente en mi mano simulando que me saludaba.
- Es un texto escrito por mí hace un año y medio, el último día hasta ahora en que no fumé marihuana. Ellos me vigilan para que no lo publique, aunque no sé por qué. Por favor cuélgalo en tu blog para que el mundo pueda apreciarlo antes de que acabe usando ese papel por error para hacerme un porro y el texto se pierda para siempre.
Mi mano se encontraba ya en el bolsillo derecho del pantalón, lugar en el que siempre guardo mi pistola láser "pa por si acaso". Sin embargo, de repente tuve la sensación de que aquel hombre, aunque raro y feo casi como yo, tenía algo interesante que contar. Guardé el papel (el del texto, no el de fumar) en el bolsillo izquierdo de mi pantalón para poderlo distinguir de la pistola láser y le di las gracias.
Le anoté mi dirección de email en un ladrillo para que no se lo pudiera fumar y le dije que publicaría sus textos cada vez que él me los mandase, con la condición de que fueran menos de muchos al año y que se lavase los dientes más a menudo. Insistió en acompañarme a la parada de autobús más cercana y yo acepté, no sin antes aclararle, para evitar malentendidos, que no estaba interesado sexualmente en él.
El papel lo usé más tarde involuntariamente para limpiarme la cara después de comer una hamburguesa, razón por la cual publicaré el ensayo la semana que viene, en cuanto consiga leer lo que hay bajo las manchas de ketchup.