Todo empezó un hermoso día de verano en las costas de mi Zaragoza natal. Planeaba junto con mi hermano y tres amigos suyos (los míos ya estaban todos en la cárcel) embarcarnos en una travesía que nos llevaría nada más y nada menos que a Indonesia, tierra (o mar, mejor dicho) de piratas y chinos bronceados. Habíamos construido nuestra embarcación utilizando troncos, cuerdas de zapatillas de deporte, una sábana usada y varias ruedas de camión, en lo que había resultado ser un prodigio de la ingeniería que más adelante reconocería públicamente el panadero del barrio al entregarme el premio al mejor diseño del año.
Guardábamos tan en secreto nuestros planes que no podíamos hablar directamente de ellos ni cuando estábamos solos mi hermano y yo. La comunicación al respecto sucedía mediante el intercambio de mensajes escritos, los cuales depositábamos en el huequecito de un árbol del parque de al lado de casa. Para avisar de que había un nuevo mensaje en el huequecito teníamos una señal secreta que consistía en estornudar cuatro veces seguidas y no dar las gracias si alguien decía “salud”. Cuando mi madre me llevó por tercera vez al médico para comprobar que no estaba resfriado cambiamos la señal por cuatro guiños de ojo consecutivos. Cuando mi madre le puso gafas a mi hermano por culpa de la señal, decidimos dejar los mensajes y simplemente hablar entre nosotros en voz baja.
El primer martes de julio, con una semana de retraso por culpa de la alergia de Juanito, nos encontramos todos en la ribera del Ebro. Arrojamos a un lado las hojas y ramas que cubrían la balsa y fijamos el mástil a la embarcación mediante un chicle kilométrico de Boomer. Las dos horas mascando chicle dieron sus frutos y el mástil quedó erecto cual po.... ejem, poste. Juanito y los demás habían decidido tiempo atrás no acompañarnos, así que subimos mi hermano y yo a la barca y, con lágrimas en los ojos, nos dejamos llevar por la fuerte corriente del río.
Cinco horas más tarde habíamos recorrido únicamente unos quinientos metros. Atrás todavía se podía observar cómo Juanito y los demás, ajenos a nuestra situación, jugaban a apedrear patos. Mientras tanto nosotros luchábamos por buscar un camino entre aquel mar de piedras en que habíamos quedado presos. Mi hermano, convencido de que bajarse de la embarcación en medio de un río sería peligroso (aunque el río estuviera más seco que un mazapán caducado) se había empeñado en ayudarse de palos hasta llegar a la orilla.

Estábamos ya bastante cerca de la orilla cuando sentí un repentino mareo. Los movimientos de vaivén producidos tanto por la escasa agua como por los empujones de mi hermano comenzaron a sentarme mal. Me senté en la embarcación y me abracé al mástil con todas mis fuerzas, consciente de que un mareo en esa situación podría ser fatal (mi hermano se habría reído de mí). Esperé paciente a que llegásemos a la orilla y entonces me reincorporé para pisar suelo firme.
Apoyé mis pies uno tras otro en la tierra y, sorprendido, perdí el equilibrio y caí al suelo. Tumbado hacia arriba vi moverse las nubes a su antojo en una especie de baile improvisado de desconocida melodía. Alcé el tronco lentamente ayudándome con los brazos pero una vez sentado la cosa, lejos de mejorar, empeoró. Todo a mi alrededor comenzó a moverse cada vez más violentamente como si el mundo se hubiese fundido formando un viscoso fluido de indefinidas dimensiones. El suelo a nuestros pies había dejado de ser estable, convirtiéndose en una especie de prolongación del río en el que habíamos permanecido las horas anteriores. Confundido, miré a mi hermano en busca de explicaciones que no pude encontrar: en aquel preciso instante él corría sin problemas hacia nuestros amigos agitando las manos a la vez que gritaba sus nombres.
- ¡Hermano! – Le llamé preocupado -.
Mi hermano, alarmado por el tono de mi voz, paró en seco y se volvió hacia mí.
- Hermano, ¿qué pasa?.
- Hermano, ayúdame, no puedo levantarme. Todo me da vueltas como en el tren de la bruja, solo que los vagones son barcas y la bruja eres tú.
- ¿Sí? Pues te va a ayudar el vendedor de entradas, majo.
- Perdona, ayúdame por favor que va en serio. Estoy mareadísimo, hermano.
Unas semanas después todo seguía igual y comencé a preocuparme de verdad. No podía practicar ningún deporte, no veía la tele, no jugaba al ordenador, me costaba dormir por las noches... joder, ¡hasta masturbarme era un suplicio!. Me pregunté qué pasaría si aquella enfermedad nunca se curase.
Comenzamos a visitar a médicos, psicólocos, brujas e incluso trapecistas por aquello de que controlan el equilibrio, pero nada. Probé a marearme para ver si eso anulaba los efectos de mi enfermedad, pero lo único que hizo fue potenciarla. Intenté pensar en el lado positivo de mi estado pero la única ventaja que encontré fue que hasta el suelo más duro me parecía una cómoda cama de agua, lo cual evidentemente no contrarrestaba todas las desventajas. Pasaban los días y cada vez me desesperaba más.
Al cabo de un año había perdido toda esperanza. La idea del suicidio comenzaba a rondar mi cabeza, pero estaba bastante seguro de que ni siquiera sería capaz de lograrlo por mí mismo. Mi madre, también desesperada, viajó a Estados Unidos a visitar a uno de los mayores especialistas del mundo en transtornos del equilibrio, pero desgraciadamente se le olvidó llevarme. Lo único que pudo obtener describiendo mi estado fue una factura de varios miles de dólares.
Cuando ya habían pasado tres años del comienzo de mi enfermedad había conseguido superar muchas de las barreras iniciales. Seguía sintiendo como si me encontrase en una pequeña barca surcando el océano, pero conseguía ignorar esa sensación en momentos puntuales de manera que, dentro de mis limitaciones, podía llevar una vida medianamente normal. No podía hacer deporte, no podía utilizar el ordenador más de una hora seguida y no podía permanecer mucho tiempo en pie, pero al menos conseguía valerme por mí mismo.
El primer martes de julio, precisamente cuatro años después de que comenzase mi enfermedad, me levanté de la cama con una extraña sensación. Apoyé mis pies en el suelo y lo sentí duro, estable, firme. Me incorporé con cuidado, apoyándome como siempre en la barra de acero que mi hermano había fijado a la pared junto a mi cama, pero sentí algo extraño. Por primera vez desde que comenzase mi enfermedad no dudé un solo segundo al soltarme y caminar hacia el baño. Miré con asombro a mi alrededor, descubriendo un mundo que se me había negado durante tanto tiempo que ya lo había olvidado. De repente todo se había parado. Sentí lo que debe sentir un soldado cuando acaba una batalla, una calma infinita enormemente amplificada por la acción anterior. Cerré los ojos y recé porque el mundo no volviera a ponerse en movimiento.
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Esta historia está basada en la enfermedad real
“Mal de Debarquement”, que viene del francés y tiene una traducción tan simple que me la ahorro. Una de las definiciones que he encontrado es la siguiente:
El Mal de Debarquement o "MDDs" es una forma de vértigo y desequilibrio que ocurre habitualmente luego de un viaje en barco. La mayoría de la personas afectadas son mujeres entre los 40 y 50 años que realizaron una travesía de al menos 7 días. Luego de finalizada la misma, en el "desembarco" (debarquement), desarrollan una sensación de oscilación del cuerpo, como si estuviesen aún embarcados. Esta sensación de oscilación del cuerpo puede persistir por meses o inclusive años. Generalmente las personas afectadas padecen este problema por al menos 1 mes. En nuestro amplio estudio sobre la duración de los síntomas, encontramos una media de tiempo de 3,5 años. (Hain et al, 1999).Para más información os dejo un par de links. Los más interesantes son los dos primeros.
1 -
Mal de Debarquement (español)2 -
Woman´s four years of seasickness (caso real)3 -
Wikipedia: Mal de Debarquement (inglés)4 -
Mdds syndrom (inglés)