miércoles, 21 de marzo de 2012

Walmendinger Horn


Walmendinger Horn es el nombre de una montaña situada en un lugar de los Alpes austríacos. Llegamos allí tras algo más de tres horas y media de viaje en coche. Desde el pequeño pueblo construido al pie de la montaña, un teleférico con capacidad para unas cincuenta personas da acceso al pico de la misma, transportando a sus viajeros desde los 1.200 metros de la falda a los 1.946 metros de la cumbre. Una vez arriba, un mirador nos regala un increíble panorama que impresiona incluso a las personas de la región. Los verdes prados del verano se cubren de blanco en el invierno actual, cuando dos telesillas explotan numerosas pistas de esquí y los turistas disfrutan de la nieve que abunda entre octubre y mayo. 

Salimos del teleférico y quedamos boquiabiertos ante las vistas desde el mirador, donde toda descripción anterior se ve eclipsada por la realidad, en parte gracias a un día despejado con un sol que permite descubrir montañas a kilómetros de distancia y a la vez da un brillo espectacular a una nieve que lo cubre prácticamente todo. En ese mismo punto ajustamos nuestras tablas y bajamos la pista, deslizándonos luchando contra un centro de gravedad desplazado por culpa de la mochila y el saco de dormir. Tras bajar esa primera pista tomamos un telesilla que nos transporta a la zona más alta de la montaña de al lado. En el espacio entre esas dos montañas serpentean varias pistas por las que circulan sorprendentemente pocos esquiadores, quizás debido a que ya no es temporada alta.



Descendemos por una nueva pista que dibuja el costado de la montaña, esta vez solamente hasta la mitad de la misma, donde una cabaña parece luchar por no ser enterrada bajo la nieve, mostrando casi únicamente su parte frontal. A su entrada varias personas recobran fuerzas sentadas en la terraza tomando el sol. En su interior tres trabajadores preparan ajetreados los pedidos que la camarera va gritando desde las mesas. Nos acercamos a la ventanilla que da a la cocina y saludamos al unísono al interior. 

- Hola, chicos. Podéis dejar las cosas arriba - contesta ajetreado uno de los camareros. 

En esta hermosa cabaña vamos a pasar la noche.

Matthias es el dueño de esta casita perdida en medio de la montaña. Su piso inferior contiene una cocina industrial y un gran salón repleto de mesas que sirve para recibir a los esquiadores en invierno y a los senderistas en verano. Matthias vive allí sin televisión ni radio, en permanente contacto con la naturaleza y con sus clientes, gracias a los que se mantiene sorprendentemente bien informado.

A eso de las seis de la tarde, cuando los telesillas llevan ya un buen rato sin funcionar y dos orugas preparan la nieve para el día siguiente, disfrutamos junto con Matthias de un atardecer inolvidable en medio de los Alpes. Me pregunto si Matthias todavía valora esos momentos tras más de diez años viviendo allí, pero cuando nos comienza a hablar emocionado de las diferentes montañas que podemos ver y nos describe la primavera en ese lugar comprendo que sí lo hace.

Pocos minutos tras la puesta del sol la temperatura baja rápidamente y el salón con su calefacción de leña nos invita a entrar de nuevo. Matthias nos sirve unas cervezas y comienza a preparar la cena junto a su esposa y sus dos trabajadores, los cuales van a dormir también esta noche en la cabaña para honrar la visita. A través de la ventana vemos cómo la oscuridad se va apoderando del paisaje pero no llega a dominarlo completamente gracias a una luna llena que, a pesar de ocultarse tras una de las montañas, nos regala una tenue luz de manera indirecta. En el cielo despejado se van enciendendo más y más estrellas, las cuales se agrupan en tantas constelaciones como únicamente pueden verse en libros de astronomía. Me abrigo y salgo fuera para contemplar esa vista única tumbado en una cómoda hamaca. Allí fuera quedo prendado de un cielo para mí desconocido y me sorprende a su vez un silencio absoluto que nunca antes había sentido. Empachado de sensaciones y feliz gracias a ellas vuelvo a entrar en la cabaña un rato más tarde.

Cenamos una deliciosa carne a la brasa y conversamos hasta tarde sobre el mundo y la forma de vida de Matthias. Dormimos abrigados en nuestros sacos de dormir encima de unos colchones que Matthias tiene preparados para las visitas.

Al día siguiente, el sol irrumpe en la habitación y nos despierta cálidamente cuando nuestros anfitriones llevan ya casi dos horas preparando la cabaña para un nuevo día de trabajo. Pronto llegarán los primeros esquiadores deseosos de un café y unas tostadas. Nosotros entramos en el salón todavía vacío y desayunamos queso, embutido y pan de fabricación propia. A través de las ventanas vemos cómo el telesilla comienza a funcionar y los más madrugadores se deslizan por la pista trazando los primeros serpenteos en la nieve que las orugas estuvieron preparando hasta altas horas. Hablamos del paisaje, del sol, de la nieve y nos preparamos para un nuevo día de esquí antes de regresar a la gran ciudad en que vivimos. Me pregunto si tras ese fin de semana veré a mi ciudad como la veía antes.

2 comentarios:

JuanRa Diablo dijo...

Ahh, embaucador, qué gozada de lugar y qué bien lo has vendido :)

Pocas cosas resultan más seductoras que una cabaña entre la nieve, con chimenea caldeando y buena conversación.

Un saludo

ARRA dijo...

Me llevaras allí?me puedo quedar a vivir con ellos?